La alimentación de las comunidades humanas a través de su historia forma parte de una experiencia compleja, donde confluyen dimensiones no sólo biológicas sino también, sociales, políticas y económicas. De esta forma, reconocemos que los modos de comer están determinados por aspectos culturales tanto o más que nutricionales.

En el centro sur de Chile, la cocina tradicional se presenta como un espacio que condensa los elementos fundantes de las culturas de raigambre campesina, costera o de montaña, donde la vida cotidiana se organiza en diálogo con el ciclo agrario y los ritmos de la tierra. Por ejemplo, la circularidad del mundo y su comprensión se expresan a través del fogón siempre vivo; la relación la huerta y el paisaje, se materializa en las semillas y los alimentos que se conservan y transitan de acuerdo a cada época del año; los saberes culinarios y medicinales se manifiestan en las diversas preparaciones que diariamente se elaboran; la ritualidad se deja ver en las infinitas ceremonias íntimas y cotidianas que allí ocurren, y las tradiciones orales se transmiten y actualizan al calor del mate y la conversación familiar.

El fuego, elemento vital de estas cocinas, nunca se apaga. Cada noche, las brasas que quedan en el fogón se entierran en las cenizas para ser destapadas al día siguiente, muy temprano, simbolizando con ello la continuidad de la vida.

Así como el ritmo cotidiano contiene símbolos y ritualidades al interior de la cocina, necesarias para la reproducción de la vida, que desbordan lo estrictamente culinario, el ciclo agrario sostiene instancias para el encuentro colectivo que amplía las fronteras del espacio doméstico, haciendo de los saberes y sabores creados por manos femeninas un determinante para la ocurrencia de la fiesta, entendida por Fidel Sepúlveda en su libro “Arte Vida” (2015)  como la “expresión del sentir ancestral de las comunidades en el plano de lo humano y lo divino”.

La alimentación de las comunidades humanas a través de su historia forma parte de una experiencia compleja, donde confluyen dimensiones no sólo biológicas sino también, sociales, políticas y económicas. De esta forma, reconocemos que los modos de comer están determinados por aspectos culturales tanto o más que nutricionales.

En el centro sur de Chile, la cocina tradicional se presenta como un espacio que condensa los elementos fundantes de las culturas de raigambre campesina, costera o de montaña, donde la vida cotidiana se organiza en diálogo con el ciclo agrario y los ritmos de la tierra. Por ejemplo, la circularidad del mundo y su comprensión se expresan a través del fogón siempre vivo; la relación la huerta y el paisaje, se materializa en las semillas y los alimentos que se conservan y transitan de acuerdo a cada época del año; los saberes culinarios y medicinales se manifiestan en las diversas preparaciones que diariamente se elaboran; la ritualidad se deja ver en las infinitas ceremonias íntimas y cotidianas que allí ocurren, y las tradiciones orales se transmiten y actualizan al calor del mate y la conversación familiar.

El fuego, elemento vital de estas cocinas, nunca se apaga. Cada noche, las brasas que quedan en el fogón se entierran en las cenizas para ser destapadas al día siguiente, muy temprano, simbolizando con ello la continuidad de la vida.

Así como el ritmo cotidiano contiene símbolos y ritualidades al interior de la cocina, necesarias para la reproducción de la vida, que desbordan lo estrictamente culinario, el ciclo agrario sostiene instancias para el encuentro colectivo que amplía las fronteras del espacio doméstico, haciendo de los saberes y sabores creados por manos femeninas un determinante para la ocurrencia de la fiesta, entendida por Fidel Sepúlveda en su libro “Arte Vida” (2015)  como la “expresión del sentir ancestral de las comunidades en el plano de lo humano y lo divino”.

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