
Dormida por mucho tiempo en los rincones de la memoria y el paisaje cotidiano campesino, la calabaza vuelve a crecer en las huertas y chacras de la zona centro sur de Chile, reivindicando su nobleza como parte del patrimonio agrario, esta vez en forma de inéditas piezas de artesanía decorativa y utilitaria, que rememoran antiguos usos y proponen nuevas posibilidades para ser compartidas.
En el contexto campesino tradicional, la calabaza ha estado integrada a la vida cotidiana familiar y a las actividades comunitarias agrícolas. Los trabajos de cultivo como siembras, cosechas y otras faenas intermedias se desarrollaban habitualmente en compañía de alguna calabaza, con el fin de mantener el agua a una temperatura fresca para resistir el calor, o para asegurar el apetitoso harinado de media mañana, transportando vino pipeño. También era habitual en las tareas de la cocina, siendo utilizado como cucharón o espumador para la fritura de chicharrones, en las labores de la huerta como recipiente para el riego, perol para el trasvasije del vino en los tiempos de vendimia, y como vaso para el infaltable mate, entre muchos otros usos.
Tras las fuertes transformaciones ocurridas en el paisaje rural en las últimas seis décadas -a partir de diversos procesos modernizadores como la Revolución Verde y la frenética expansión de la Agroindustria-, la calabaza, al igual que otra serie de repertorios agrícolas tradicionales de origen milenario, ha visto puesta en riesgo su propia existencia. La simple introducción del vidrio y el plástico a la vida doméstica y la reducción de las huertas campesinas, han colaborado en acrecentar su desuso y olvido, generando consecuentemente el debilitamiento de sus variedades locales y de la diversidad genética existente, además de un saber-hacer heredado por tradición asociado a su cultivo, secado y tratamiento para su posterior uso, fragilizando parte de los contenidos agrarios de las comunidades que tradicionalmente han dado vida a este paisaje y de los diálogos establecidos con la naturaleza.
Hoy, mujeres y organizaciones campesinas de la Región de Ñuble han vuelto a poner en práctica de manera colectiva el ciclo productivo tradicional, recuperando los conocimientos agrícolas asociados y los ecotipos locales existentes, entre ellos la calabaza grande, la calabaza mate y la calabaza huevito. A su vez, la diversidad de frutos y semillas recuperadas, ha posibilitado la germinación de inéditas piezas artesanales, producto de diversos ejercicios de experimentación con nuevas técnicas decorativas y la búsqueda de vínculos con otras materialidades existentes en el territorio. Los diálogos entre la calabaza y las fibras vegetales, la cerámica y la madera, se han sumado a exploraciones con tinturas como el batik, el ahumado y el pirograbado, enfatizando en su conceptualización atributos como su capacidad contenedora y anidadora, además de su firmeza y sinuosidad, haciendo posible nuevos objetos artesanales contemporáneos.
Entre las múltiples cualidades que las voces campesinas destacan de la calabaza, se mencionan su capacidad de retención de humedad y mantención de temperaturas frescas, su ligereza en peso, su ductilidad para ser modelada y a la vez su resistencia a golpes y caídas, su carácter “orgánico”, en la medida que se trata de un contenedor reutilizable y biodegradable, además de su baja complejidad técnica y económica en el ciclo de cultivo.

Dormida por mucho tiempo en los rincones de la memoria y el paisaje cotidiano campesino, la calabaza vuelve a crecer en las huertas y chacras de la zona centro sur de Chile, reivindicando su nobleza como parte del patrimonio agrario, esta vez en forma de inéditas piezas de artesanía decorativa y utilitaria, que rememoran antiguos usos y proponen nuevas posibilidades para ser compartidas.
En el contexto campesino tradicional, la calabaza ha estado integrada a la vida cotidiana familiar y a las actividades comunitarias agrícolas. Los trabajos de cultivo como siembras, cosechas y otras faenas intermedias se desarrollaban habitualmente en compañía de alguna calabaza, con el fin de mantener el agua a una temperatura fresca para resistir el calor, o para asegurar el apetitoso harinado de media mañana, transportando vino pipeño. También era habitual en las tareas de la cocina, siendo utilizado como cucharón o espumador para la fritura de chicharrones, en las labores de la huerta como recipiente para el riego, perol para el trasvasije del vino en los tiempos de vendimia, y como vaso para el infaltable mate, entre muchos otros usos.
Tras las fuertes transformaciones ocurridas en el paisaje rural en las últimas seis décadas -a partir de diversos procesos modernizadores como la Revolución Verde y la frenética expansión de la Agroindustria-, la calabaza, al igual que otra serie de repertorios agrícolas tradicionales de origen milenario, ha visto puesta en riesgo su propia existencia. La simple introducción del vidrio y el plástico a la vida doméstica y la reducción de las huertas campesinas, han colaborado en acrecentar su desuso y olvido, generando consecuentemente el debilitamiento de sus variedades locales y de la diversidad genética existente, además de un saber-hacer heredado por tradición asociado a su cultivo, secado y tratamiento para su posterior uso, fragilizando parte de los contenidos agrarios de las comunidades que tradicionalmente han dado vida a este paisaje y de los diálogos establecidos con la naturaleza.
Hoy, mujeres y organizaciones campesinas de la Región de Ñuble han vuelto a poner en práctica de manera colectiva el ciclo productivo tradicional, recuperando los conocimientos agrícolas asociados y los ecotipos locales existentes, entre ellos la calabaza grande, la calabaza mate y la calabaza huevito. A su vez, la diversidad de frutos y semillas recuperadas, ha posibilitado la germinación de inéditas piezas artesanales, producto de diversos ejercicios de experimentación con nuevas técnicas decorativas y la búsqueda de vínculos con otras materialidades existentes en el territorio. Los diálogos entre la calabaza y las fibras vegetales, la cerámica y la madera, se han sumado a exploraciones con tinturas como el batik, el ahumado y el pirograbado, enfatizando en su conceptualización atributos como su capacidad contenedora y anidadora, además de su firmeza y sinuosidad, haciendo posible nuevos objetos artesanales contemporáneos.
Entre las múltiples cualidades que las voces campesinas destacan de la calabaza, se mencionan su capacidad de retención de humedad y mantención de temperaturas frescas, su ligereza en peso, su ductilidad para ser modelada y a la vez su resistencia a golpes y caídas, su carácter “orgánico”, en la medida que se trata de un contenedor reutilizable y biodegradable, además de su baja complejidad técnica y económica en el ciclo de cultivo.
